El visitante que se acerca a esta colección de imágenes, ¿ve en cada una de ellas lo que hay frente a él o sólo ve lo que querría encontrar detrás de cada paisaje: una expectativa? Tal vez, la respuesta apunte a que se trata de una mezcla ineludible de ambas cosas: lo que nos llega a los ojos, de forma pura, inequívoca, se incorpora a la necesaria subjetividad lo que nos
llega a los ojos, de forma pura, inequívoca, se incorpora a la necesaria subjetividad del espectador que vuelca su cúmulo de experiencias, anhelos y, aun, prejuicios, sobre cada imagen capturada: a partir de aquí, surge la vivencia estética de cada quien: su goce o su desasosiego.
Pero, en este conjunto de veinticuatro paisajes, es la mirada de Miguel Gómez Curiel, su composición de cada instante robado al fluido del tiempo –y petrificado acuciosamente bajo el vastísimo espectro de matices entre el blanco y el negro– lo que trastoca la realidad. Se reconozca o no, se identifique o no el sitio donde el robo del instante se perpetró (Barranca de Huentitán, Valle de los Enigmas, Laguna Seca de Sayula, Presa de la Vega…), cada imagen se revela pura, como si de un momento lejano y prístino –jamás visitado antes por ser humano alguno– se tratara. Y creo que es en virtud de una suerte de velo, de fulgor, de halo inasible, por decirlo de algún modo, que nuestro autor logra una permutación admirable: lo común o familiar se vuelve asombroso; remoto, sí, y sin embargo entrañable, más entrañable. Y es que ese lago, ese volcán, esa playa o esos árboles son lo que son y son, a la vez, otra cosa: ¿no hay aquí, en las piezografías que nos ofrece Miguel, una ausencia de no sabemos qué (tal vez la del hombre), una luz distinta (la de un cielo detrás del cielo), o la pizca de un más allá –de un poético más allá– que nos acerca al mundo de acá?
Los celajes están inquietos, en la instantánea, más que cuando se ven desde nuestra inexorable condición cinética: las nubes sufren de la belleza y su desgarro. ¿El agua represada ahoga al árbol o es lo contrario; quién vence: la cumbre o la corona de nubes?
Si no en todas, sí al menos en la mayoría de las imágenes, el dicho halo (o cerco de nimbos o aureola impalpable o borrosa neblina) tiene una calidad de umbral, de ser un paso entre la vigilia y el ensueño, a fuerza de reflejos, veladuras, reverberaciones; un umbral por donde la naturaleza áspera del mundo muda sin remedio en imagen primigenia.
Abril 2022;
Arturo Ipiéns